Aquella enigmática y misteriosa casa, había despertado en la gente del pueblo, distante apenas un par de kilómetros, todo tipo de sensaciones, basadas en la intriga que el desconocimiento de la misma y su ubicación, despertaba sobre todo en los más pequeños.
Encajada en una quebrada entre
dos montes, en un pasadizo o desfiladero natural, era visible desde la lejanía,
que le otorgaba un aire espectral, con su imponente aspecto de construcción
sólida y firme, con dos plantas dónde se abrían sendas filas de pequeñas
ventanas que recorrían las cuatro fachadas, conformando una mansión de una
perfecta y pétrea forma regular, recortada contra la soberbia montaña que se
alzaba tras ella.
Un pequeño camino de tierra,
casi un senda, unía la casa con el pueblo, pasando a través del valle dónde
estaba embutida, entre los montes que parecían custodiarla, cubiertos de encina
y robles de un espesor tal que la luz apenas podía abrirse camino entre tanta espesura.
Cuando la niebla bajaba de la
sierra, la casona quedaba medio cubierta, adquiriendo entonces un aspecto
fantasmal que atraía y causaba una especie de temor e incertidumbre
inexplicable en los niños, que la observaban con una mezcla de respeto y
comedido espanto.
A veces la bruma la cubría
completamente, y entonces causaba la impresión de que repentinamente se había
esfumado, de que había desaparecido como por arte de magia, como por encanto,
lo cual acrecentaba la leyenda de que durante ese lapso de tiempo, así como
durante las noches, la casa desaparecía, pues resultaba imposible vislumbrar
luz alguna a través de unas ventanas, que casi siempre estaban cerradas.
Se la conocía por la casa del
monte. Estaba habitada por una extraña familia compuesta por el matrimonio y un
hijo, que iba a la escuela del pueblo andando por la vereda, todos los días,
salvo cuando alguna formidable nevada en invierno, algo bastante habitual, se
lo impedía.
Apenas hablaba con el resto de
los niños. Conocíamos su nombre, y nada más. En cuanto a los padres, pocas veces
se dejaban ver, salvo cuando iban a comprar al pueblo, algo muy ocasional y
siempre de una forma extremadamente comedida, que los hacía pasar casi
desapercibidos. Un halo de misterio se cernía sobre ellos.
Durante los fríos y largos
inviernos, la casa se divisaba cubierta permanentemente de nieve, fundiéndose
con el paisaje de un blanco inmaculado e iridiscente, provocado por los rayos
del sol al incidir sobre la capa de hielo y nieve que todo lo cubría.
La montaña destacaba al fondo
como si ejerciese de silencioso y firme guardián de la casa, envuelta en su
soberbio manto de suave y aterciopelado armiño, dibujando un hermoso y
espectacular cuadro propio de un paisaje de montaña, con un encantador y
poderoso atractivo que resultaba mágico y sugerente, atrayendo a cuantas
miradas pudieran posarse en él.
En las largas noches de
invierno, se podían apreciar con toda claridad y contundencia, los agudos
aullidos de los lobos, que abundaban por aquella zona, dónde tenían sus
guaridas. Manadas enteras solían bajar de la sierra, cuando como en el último
año, el invierno había sido particularmente duro y helador.
Llegaban desde la montaña hasta
el monte en busca de un alimento que allí no podían encontrar, debido al tupido
manto de nieve y hielo. Largos y profundos lamentos, que en noches de luna
llena se acrecentaban considerablemente, hasta el punto de conformar un coro de
aullidos perfectamente orquestados y audibles desde una considerable distancia.
Cuando en el monte no
encontraban el alimento que necesitaban, bajaban hasta el pueblo, dónde en
alguna ocasión se habían llevado alguna oveja, cordero u otro pequeño animal,
entrando en las tenadas, corrales y rediles, sin apenas hacer ruido, sin
hacerse notar.
Sólo el balar de los animales,
aterrorizados al ser atacados, y el ladrido de los perros, que poco podían
hacer ante el ímpetu y la sagacidad de los lobos, denotaban su presencia,
siempre cuando ya era demasiado tarde para evitar las consecuencias de su
acción.
Por alguna poderosa,
inexplicable y misteriosa razón, no se conocía, ni se tenía noticia alguna
acerca de algún ataque de los lobos en la casa del monte. Es como si respetasen
la casa y hubiesen decidido no llevar a cabo ninguna incursión en ella, pasando
de largo en su marcha hacia los alrededores del pueblo, que es dónde actuaban
con cierta frecuencia en los años en los que el invierno se mostraba más crudo.
Descendían por la falda de la
sierra evitando la casa, pasando por los montes laterales en mandas compuestas
por varios animales, que en un silencio sepulcral, llegaban durante la noche
hasta las majadas de los animales, e incluso hasta los corrales de las casas, adonde
llevaban a cabo sus sangrientos ataques.
La gente del pueblo, solía
estar al acecho cuando cabía esperar su llegada. En alguna ocasión, fueron
sorprendidos, pero rara vez lograban abatir a algún lobo. Entonces retrocedían,
escapando sin sus presas, huyendo al amparo de las sombras de la noche.
Los años más fríos, cuando
cabía esperar que bajasen en busca de comida, organizaban batidas compuestas
por grupos de vecinos que recorrían el monte y la sierra en busca de las
guaridas. Casi siempre lograban matar alguno, pero no obstante tenían la
certeza de que ello no los iba a disuadir en absoluto. Tal era su necesidad de
alimento.
Nadie tenía conocimiento de que
el propietario de la casa participase en las partidas contra los lobos. Siempre
encontró alguna excusa para ello, algo que no gustaba en el pueblo, pero dado
el hecho de que el trato con él se reducía a la mínima expresión, nadie le pedía
explicaciones ni le afeaba su actitud negativa.
Simplemente ahí terminaba la
determinación de encontrar alguna justificación, que en cualquier caso a nadie
iba a convencer. Era gente extraña y poco comunicativa. Llevaban allí muchos
años, y no por ello mejoró en ningún momento su relación con las gentes del
pueblo.
Apenas los veían, y nadie sabía
de ellos, más que por sus escasas visitas al pueblo. Nadie había entrado en la
casa del monte. Tan sólo al pasar por el camino, en dirección al monte, algún
campesino dijo haberlos visto merodear por los alrededores.
Por la noche, desde el pueblo
era visible como si se tratara de una leve hoguera encendida en el monte, como
si apenas unas velas estuvieran encendidas en su interior. Tan sólo era visible
en las noches más oscuras, contrastando con la tenebrosa oscuridad, que le daba
un aire de una soledad tétrica y siniestra a la vez.
La casa permanecía
permanentemente cerrada. Rara vez las ventanas estaban abiertas, así como la
puerta, que nadie había osado traspasar. Todo estaba encerrado en un misterio
al que las gentes estaban ya tan acostumbrados que lo tomaban por algo
habitual.
Tan sólo para los niños, la
casa del monte seguía estando envuelta en un halo de misterio que los acompañaba
el resto de su infancia, y que con los años lograban desterrar. Era como si
fuera algo lógico, nada inusual, que formaba parte de su vida diaria y la del
pueblo. Era la casa del monte, una más, alejada del pueblo.
Un día de invierno, el niño no
asistió a la escuela. Había nevado con insistencia, como casi siempre en
invierno, pero la nevada no había sido particularmente intensa, y el camino
estaba en buen estado. Tampoco fue al día siguiente, ni al otro. Pasaron dos
semanas y nada se supo de él ni de su familia.
Un grupo de personas del pueblo
decidieron acercarse a la casa, algo poco habitual, salvo que fuese expresamente
necesario pasar por allí para llevar a cabo alguna faena en el monte. Tomaron
el camino apenas visible por la nieve, sin que ello fuese obstáculo para
seguirlo.
Pronto divisaron la casa. No se
veía actividad alguna en los alrededores. Todo parecía cerrado, tanto la puerta
principal como las ventanas. Era por la mañana, y el día amaneció cubierto por
las nubes. Leves e ingrávidos copos de nieve caían suavemente, y el frío era
intenso, pero soportable.
Tan sólo una ventana parecía
estar abierta. Antes de llamar a la puerta, se acercaron a la ventana y miraron
a través de uno de los cuarterones. Los cristales estaban en parte cubiertos de
nieve y ligeramente empañados en su interior. Se trataba de la ventana de la
cocina.
Dos adultos y un niño estaban sentados en una mesa de espaldas a
ellos. Parecían estar comiendo. Tenían la cabeza agachada y las manos apoyadas sobre
la mesa. De improviso, y al unísono, los tres se volvieron hacia la ventana. Un
repentino escalofrío recorrió el cuerpo de todos los que estaban contemplando
el increíble espectáculo.
Lo que vieron les heló la
sangre: tenían los ojos, la mirada y la expresión de los habitantes de la casa:
pero no eran ellos: se habían transformado en lobos.
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