La casa del acantilado

Nada podía hacer presagiar esa clara, fría e incipiente mañana de invierno, los extraños y misteriosos sucesos que estaban a punto de desencadenarse en aquel paraje tan peculiar y solitario del Norte. Una vieja mansión se hallaba situada en el borde de los negros acantilados, dónde sólo las gaviotas con su eterno y rítmico graznido, parecían querer alterar la paz reinante.

Las incansables aves, jugaban con el viento, en una ágil y graciosa maniobra, dejándose mecer por las suaves y en ocasiones impetuosas corrientes de aire, que las elevaban y las hacían descender, mientras giraban a un lado y a otro, en un vuelo elegante y natural para estas aves marinas, que desafiaban las leyes de la gravedad cruzando desafiantes la línea donde rompía la tierra firme y comenzaba el precipicio.

El aire permanecía en calma y tan solo una ligera y agradable brisa procedente del mar, tan próximo y sin embargo tan distante al mismo tiempo, que casi podía rozarse con los dedos de la mano, lograba alterar la absoluta y deliciosa sensación de tranquila y apacible soledad que se experimentaba a esa temprana hora de la madrugada que apenas comenzaba a despuntar.

El sol empezaba a remontar un horizonte de color indefinible, intenso, tornasolado, tintado por los tonos ocres y amarillos que el astro rey esparcía a lo largo de esa infinita e intocable línea que parecía unir un mar en completa calma, con un límpido cielo, de un gris que comenzaba a cambiar hacia un incipiente azul, como si quisiese imitar el color de un océano al que la bóveda celeste protegía día y noche, desde el principio de los tiempos.

Nada ni nadie parecía decidido a contemplar tan bella estampa como la madrugada estaba regalando en esos momentos. Nadie que pudiera pasear por el borde de unos acantilados cortados en una portentosa verticalidad que sobrecogía al contemplarla, sobre unas olas empeñadas en golpear sin demasiada convicción la base de los soberbios riscos situados en su base y dispuestos a defender la base del imponente promontorio que se alzaba sobre sus pies, a una altura de vértigo.

Los acantilados se extendían hasta donde la vista podía alcanzar, configurando una línea quebrada, con entrantes y salientes, más o menos pronunciados, recorridos en paralelo por una estrecha y zigzagueante vereda que seguía el borde del precipicio a tan escasa distancia, que caminando por ella, y apenas con una leve y prudente inclinación, se podían divisar las olas en su constante y pertinaz lucha contra el fondo del acantilado.

Cualquier desliz debido a un traspié, una ráfaga de viento o una indeterminada y fatídica fuerza desestabilizadora, podía procurar un desequilibrio que precipitase una vertiginosa y fatal caída de consecuencias previsibles.

Todo ello, debido a la altura existente entre la senda y unas olas que parecían esperar pacientemente la acogida de un letal desenlace, en una solitaria y eterna espera, que las llevaba a avanzar y retroceder con los brazos siempre abiertos, dispuestas a recoger en su espumeante seno, cuanto el acantilado les pudiese deparar.

Una oscura y desigual sierra se extendía a lo largo de un arco de ciento ochenta grados. Podía divisarse desde allí, mientras la vista recorría una llanura de campos y suaves praderas de un verde intenso, que se hallaban entre el abismo y las montañas, que inmutables, parecían señalar el límite y final de aquellos parajes, de una soledad estremecedora, hasta el punto, que podría pensarse, que más allá, tras ellas, sólo la nada existía.

Ningún ente, ni racional ni irracional, parecía aventurarse por aquellos lares, donde solamente la oscura piedra de la casa del acantilado, situada a corta distancia del camino que recorría la cornisa del precipicio, destacaba de una enigmática e intrigante manera en medio de la aparente calma que se respiraba, apenas interrumpida por el silbido del viento que comenzaba a agitarse con inusitada y fría violencia, chocando frontalmente con la fachada de una construcción, tan sólida como solitaria.

A medida que el día progresaba y el sol continuaba su lento e imparable ascenso en el horizonte, el mar parecía contagiarse de ese ritmo vital de una naturaleza inquieta y dinámica, siempre en continuo y permanente movimiento en busca de un equilibrio que lograba a duras penas, demostrando con ello que el planeta está vivo, y que todas sus manifestaciones se dirigen en pos de una búsqueda de la esencia perdida inherente a su condición de haber sido un astro incandescente y violento, en una etapa anterior, en un universo en formación.

Las olas rizaban la superficie con una desmesurada fuerza, que era cada vez mayor, al tiempo que una fresca e impetuosa brisa surgía de un mar que se encrespaba con un progresivo y sonoro rugido, depositando toda su formidable energía contra las rocas próximas a los pies del titán.

La soberbia muralla, recibía los furiosos golpes de mar sin inmutarse, sin devolver el golpe, soportando estoicamente su ira y frenando sus embestidas sin protesta alguna, a sabiendas de que jamás sería vencido en la desigual lucha entre las tibias aguas y las pétreas rocas formadas a través de milenios.

Mientras tanto, en la casa se sucedían unos hechos que necesariamente pasaban desapercibidos en un exterior que solamente era capaz de escuchar el violento rugido del mar que pugnaba por deshacerse del único y pétreo impedimento, de la única barrera que se interponía en su camino hacia ella.

En forma de gigantesco dique frenaba todas las formidables embestidas de las gigantescas olas, que apenas lograban rozar la soberbia, rocosa y vertical pared, que defendía la casa del acantilado de sus impetuosos y vanos intentos por llegar hasta sus dominios.

Una tímida e incipiente luz de un débil e indefinible color amarillo, pareció por un momento iluminar una de las ventanas del último piso de la casa. Fue como si alguien desde el interior hubiese pretendido con ello dar una señal a alguien, un aviso, una tímida y rápida ráfaga indicando su posición.

Pero nada hacía pensar que la mansión del acantilado estuviera habitada. Nada parecía moverse en su interior, y nadie que pudiera estar allí, denotaba su presencia para quién desde fuera pudiera contemplar la casa de cerca.

Apenas duró unos segundos, fugaces, hasta el punto que se podría dudar, si la luz procedía del interior, o si fue el reflejo en el cristal, de uno de los rayos que comenzaban a destellar, primero tímidamente, en la lejanía de un cielo plúmbeo que se iba cerrando a velocidad de vértigo, y después con una potencia resuelta y poderosamente decidida a cubrir con su formidable luz todo un cielo encapotado y oscuramente siniestro.

Una poderosa tormenta comenzaba a formarse, situada sobre la siniestra zona, ahora cubierta de una oscuridad sobrecogedora.

De improviso, sin previo aviso que pudiera anunciar su irrupción, un estruendoso y descomunal trueno lo invadió todo con su formidable y estrepitoso rugido, que fue seguido de un formidable zigzag luminoso de una potencia inusitada, que iluminó y llenó de una clarísima, soberbia  y  cegadora luz el acantilado.

La casa surgió entonces como por un extraño y mágico sortilegio de la oscuridad en que la tormenta la había sumido, con una oscura y abrumadora fuerza, casi desproporcionada, pues por su considerable tamaño, se podría pensar que nada ni nadie podría ocultar tan formidable mole de piedra gris, que surgió de improviso de entre las plomizas sombras, como si de un espectro se tratara.

La portentosa luz generada por la tormenta eléctrica, permitió por un momento vislumbrar una extraña construcción, a modo de rampa escalonada que parecía trepar por la pared del acantilado, como si de una planta trepadora se tratara, desde su base hasta la cima de la imponente muralla.

Sucesivas descargas luminosas, permitieron contemplar con más detalle la intrigante escala de piedra tendida en la pared, que parecía dibujada, o quizás labrada en la pétrea cara del precipicio, que ascendía desde dónde las olas golpeaban la roca con inusitada fuerza, y se extendía hacia arriba apenas perceptible, aprovechando los entrantes y salientes del imponente muro.

Allí dónde la impresionante escalera no encontraba cómo asirse al titánico dique, parecía desaparecer en las oquedades que presentaba la dura superficie, para resurgir de nuevo y continuar su camino prodigiosamente vertical, siempre hacia arriba, bien en zigzag, bien en un plano inclinado, oculta por alguna protuberancia en otras, de dónde siempre volvía a salir para continuar por su impracticable e inverosímil camino.

Excavada en la roca, la inusitada escalera, apenas podría permitir el paso de una sola persona, que habría de aferrarse con auténtica y férrea decisión a cualquier saliente que sobresaliese de la pared, por pequeño e insignificante que fuera para evitar una mortal caída hacia un abismo donde las olas se encargarían de recoger y lanzar a su vez contra el muro al desgraciado ser humano que tuviese la desdicha de caer en su líquido y poderoso seno.

Era evidente que la misteriosa construcción, debía de ser obra de unos ingeniosos y formidables constructores, que debían poseer una técnica lo suficientemente avanzada como para poder llevar a cabo tan imponente construcción, que más parecía deberse al ingenio y la fortaleza de unos titanes de otro mundo, que a una dudosa habilidad y destreza de unos esforzados ingenieros perteneciente a la raza humana.

Tal era la insuperable perfección y la increíble hazaña técnica que dicha obra sugería, que ante su soberbia y formidable visión, nadie que supiera de su existencia podría evitar sentir asombro y sorpresa, que perfectamente podía pasar desapercibida, incluso a plena luz del día, oculta como estaba, excavada y pétreamente soldada en la pared del acantilado.

Pero nadie que pudiera tener conocimiento de aquellos acantilados y que pudiera haberlos contemplado de cerca, habría podido saber de la existencia de una construcción que parecía proyectada para pasar desapercibida, incluso para quienes pudieran haberse atrevido a mirar hacia el fondo del abismo desde su borde mismo.

Osarían con ello, y de manera temeraria y desafiante a un vertiginoso y fatal desenlace de su vida, dada la magnitud de una caída que la fuerza de la gravedad se encargaría de acelerar con su inapelable y fatal capacidad para atraer hacia el centro del Planeta, cuantos objetos y seres se hallan sobre ella, en un desigual desafío en el que siempre surge triunfante.

Tal era la magnitud del gigantesco desnivel existente entre la plataforma superior y la base del gigante rocoso, donde las ahora formidables olas, parecían erigirse en gigantes coronados de una blanca y porosa espuma que pugnaban por trepar por la inaccesible y resbaladiza superficie, empeñada en ocultar la soberbia construcción incrustada en sus entrañas, como si de un férreo y trascendente secreto se tratara.

Mientras tanto, la casa permanecía en un completo y espectral silencio. Su esbelta y oscura silueta aparecía de improviso fugazmente iluminada por la potente luz proveniente de los numerosos rayos que la formidable tormenta proyectaba sobre su fachada.

De nuevo, y esta vez procedente de un tragaluz de la buhardilla de la casa, surgió un destello luminoso que permaneció encendido durante apenas unos segundos, apagándose y volviendo a brillar a intervalos regulares, como si de señales Morse se trataran, hasta que después de un tiempo difícil de fijar, la oscuridad total se cernió sobre la construcción que volvió a quedar sumida en la más completa oscuridad.

Nada hacía pensar, no obstante que estuviera habitada por ser humano alguno. Ninguna señal de vida parecía proceder de allí.

No se divisaba silueta alguna tras los cristales iluminados por la luz procedente de su interior, ni por la que tenía su origen en una tormenta eléctrica que no remitía en su desatada furia, como si quisiera ocultar con ello inconfesables sucesos y hechos que pudieran estar teniendo lugar, al quedar bajo el tupido y oscuro manto que procuraba la tormenta.

Y sin embargo, todo hacía presagiar que algo estaba sucediendo en su interior. Una corriente de aire gélido y denso, se extendió por los alrededores de una edificación que pareció cobrar vida por un momento, dotándola de un tono especial, de una textura y un brillo aparente que contrastó intensamente con las cada vez más impetuosas descargas eléctricas que parecían haberse ensañado con una mansión que parecía cobrar vida por momentos.

Una vez más, se encendieron, ahora simultáneamente, las ventanas centrales del último piso y la situada en la buhardilla. Lo hicieron durante al menos un tiempo más que suficiente para que pudieran divisarse entre la brumosa oscuridad, y sin duda a una considerable distancia, siempre hacia adelante, en dirección al mar.

Un mar que parecía calmar sus ímpetus por momentos, como si los últimos acontecimientos registrados en la tormenta y en la casa, hubieran obtenido una intrigante respuesta por su parte, comportándose de esta forma, como si de un ser vivo y consciente se tratara.

Un impresionante y cegador relámpago, surcó los cielos no muy lejos del acantilado, sobre el mar que allí se debatía entre la furia del viento y la ira desatada en sus entrañas, en un imponente espectáculo que la formidable luz generada por el meteoro luminoso, impresionaría poderosamente en la retina de cualquier ser vivo que tuviese la fortuna de contemplar la soberbia demostración de una naturaleza furiosamente desatada.

En ese preciso momento, unas luces surgieron fugazmente en el mar. Fueron unos segundos, durante los cuales las olas parecieron teñirse de un arco multicolor, cual arco iris minúsculo y ondulante, en un movimiento oscilante que parecía bailar al ritmo del fuerte oleaje que imperaba en esa zona, a una distancia de los acantilados difícil de precisar, pero que con la seguridad de que serían visibles desde la casa.

Fueron las mismas luces que más tarde podían divisarse en la pared del acantilado, escalándolo, siguiendo la trayectoria de la escalera, como si se tratara de una procesión de luciérnagas que aparecían y desaparecían en la roca, formando una fila que parecía un espectáculo de otro mundo, sobrenatural y diabólico, a fuerza de no parecer humano.

Tal era el espectáculo que sólo era visible desde el mar, para un observador que gozase de semejante puesto de privilegio, algo impensable en aquellos momentos con el mar violentamente encrespado y el viento en furiosa y temeraria demostración de una impetuosa y formidable capacidad para derrochar una poderosísima energía a laque nada ni nadie podría resistirse en un Planeta cuyas fuerzas naturales sobrecogen cuando liberan todo su poder.

Al mismo tiempo que la luminosa y larga fila desaparecía por la cornisa del acantilado, las luces de la casa se encendieron todas al mismo tiempo.

Todas las ventanas se iluminaron, incluida la de la buhardilla, y por un momento, apenas unos brevísimos segundos, la puerta se entreabrió ligeramente, filtrándose a través de ella una tenue luz procedente del interior de la casa, que de inmediato se cerró, al tiempo que las ventanas se oscurecían de nuevo, quedando la mansión en una completa y total oscuridad.

A partir de ese momento, la tormenta comenzó a amainar. Los cielos se fueron despejando con una lenta y solemne parsimonia, mientras que los truenos y relámpagos mitigaban su intensidad, quedando en la lejanía su ahora limitado impacto sonoro y luminoso.

El mar entró en una inusitada calma que se iba contagiando al viento y a las olas cada vez más limitadas en su altura y belicosidad, de tal manera que apenas golpeaban ya en la base del acantilado.

Apenas rozaban ya, suave y delicadamente las rocas y promontorios que a modo de defensas, se hallaban a escasos metros de la base de la imponente muralla.

Mientras tanto, el otrora brioso e imponente viento huracanado, cedía por momentos en una violencia sin límites de la que había hecho gala, en una exhibición de una soberbia formidable.

Mientras todo esto sucedía, algo extraordinario tuvo lugar en la pared del acantilado: la escalera había desparecido.

Ni rastro de ella quedaba. La pared de la majestuosa muralla de piedra, por donde escalaba la soberbia construcción, aparecía ahora sin el menor rastro de ella, como si nunca hubiera existido, como si todo hubiera sido un sueño, una ilusión, un espejismo.

Sin duda existía. No cabía la menor duda de que por ella alguien o algo, había subido hasta la cima del acantilado. Solo una duda cabía a la vista de lo sucedido, y que parecía confirmar un hecho, que por inverosímil que pudiera parecer, podría explicar lo sucedido: la escalera se hacía visible únicamente cuando la tormenta se  cernía con toda su violenta fuerza sobre la zona.

Las nubes se retiraron, y un brillante y nuevo sol de medio día apareció como por encanto tras la espesa masa nubosa. El mar entró en calma y la casa del acantilado comenzó a ser desmantelada.

Una ingente masa de carpinteros, pintores, albañiles, electricistas y otros especialistas, surgieron de todos los rincones del inmenso estudio donde se rodaba la película, y desmontaron rápidamente la fachada de la mansión, la única construcción de dicho ingenio.

La gigantesca pantalla donde se proyectaban el mar y los acantilados, se movió para ocultarla al fondo del enorme hangar. El director dio por concluida la grabación de ese día.

Al día siguiente continuaría la filmación cuyos primeros planos se habían rodado en interiores, desplazándose todo el equipo a los escenarios naturales donde se encontraban las casa, los acantilados, y el paisaje de norte, que se había recreado en el estudio, y que se habían tomado como base para el guión de la cinta. Esta vez, no cabría posibilidad de repetir plano alguno. Sólo tendrían una oportunidad, y con ella quizás, descifrar el misterio que envolvía a la casa del acantilado.

El equipo de rodaje al completo, se dirigió al paraje del norte, dónde habían sido localizados, en una zona prácticamente virgen, que parecía que nunca jamás ser humano alguno, había osado pisar. Tan sólo lo dos cámaras que habían llevado a cabo la grabación de dicha zona desde el aire, y por pura casualidad, parecían ser los únicos que dieran fe de la existencia de aquel lugar, dando origen con ello, a la elaboración del guión. Que se vería materializado en la correspondiente película cuyas primeras escenas, se habían grabado en el estudio.

El guión contemplaba la casa, los acantilados y la escalera excavada en la roca, en la pared de la portentosa muralla acantilada. La imaginación de los guionistas había situado las escaleras, las luces de los visitantes transitando por ella, así como la presencia de vida en la casa y la violencia desatada por la tormenta desatada en el aire y en el mar.

Todo era una invención. Nada era real. Tan sólo la existencia de la construcción en el borde del acantilado, así como la aparente soledad de aquellos parajes, se correspondía con la realidad. El resto era pura fantasía. Sólo estaba en la mente de los autores del guión y del director, que se habían dejado llevar por el indudable atractivo que aquellos parajes regalaban con su aire misterioso e intrigante.

El propósito ahora, era el de filmar en escenarios naturales, lo que la imaginación aportaba. Para ello se utilizarían los actores necesarios, con el objeto de grabar sobre el terreno, para mezclar después estas tomas con las grabadas en los estudios de la productora.

Los visitantes que escalaban el acantilado, tomaban ahora carta de naturaleza, así como su entrada en la casa, dónde su origen, supuestamente extraterrestre, se haría constatar, así como los extraños sucesos que allí tuvieron lugar, y que según el guión, terminarían con su transmutación en seres humanos, cuyas intenciones estaban aún por descifrar.

Cuando el equipo de rodaje, compuesto por una caravana de varios vehículos, se fue acercando a la zona de los acantilados, los ojos de todos los integrantes se dispusieron para dirigir la mirada hacia dónde debía estar la mansión que había sido previamente grabada desde el aire.

Nada se divisaba. Una densa bruma se extendía al fondo, frente a ellos, como una pared inexpugnable, como una valla protectora que impedía ver lo que detrás de ella  se ocultaba. Avanzaron hasta situarse a escasa distancia de la siniestra niebla, del telón que los separaba del escenario dónde debían desarrollarse los acontecimientos a que hubiere lugar.

De improviso, el gigantesco obstáculo brumoso comenzó a retirarse, a retroceder, a la vez que se abría lateralmente, como si de una cortina o puerta corredera se tratase. El equipo, al completo bajó de sus vehículos, y contempló con asombro y estupor el espectáculo que se abría ante sus ojos.

La nada se descubrió ante ellos. Ni acantilados, ni mansión aparecían por ninguna parte. Un cielo distinto, de un azul intenso, poblado de puntos luminosos, de estrellas y de cuerpos celestes de variados tamaños, se alzó ante ellos.

No había horizonte. Es como si se hallaran inmersos en un mundo paralelo, como si hubiesen penetrado en una dimensión espacio temporal distinto.

Era un universo nuevo, diferente y hermoso, profundamente bello, que los atraía, y hacia el que se dirigieron avanzando lentamente, hasta traspasar una invisible y etérea capa que cedió al alargar la mano.

Sonrieron. Estaban en otro mundo, y se sentían felices. Una paz reconfortante los envolvió. Y no sintieron deseo alguno de volver.


Comentarios

Entradas populares de este blog

La guarida de los lobos

El juguete de cartón

El pueblo fantasma