El pueblo fantasma

            Acababa de terminar la carrera de magisterio, que le había llevado casi cuatro años de su corta vida. No sabría decir qué es lo que le llevó a tomar esa decisión. Quizás era demasiado joven para saber lo que más le convenía para su futuro, o quizás, simplemente, le había parecido que se trataba de una carrera corta, sin demasiadas complicaciones y para la que se sentía plenamente capaz.

No ignoraba, no obstante, que aunque la posibilidad de que le dieran algún pueblo como maestro rural era bastante alta, ello conllevaba el hecho de que tendría que vivir lejos de su lugar de origen, de su pueblo, de su familia y de los muchos amigos que tenía, algo que no le seducía en absoluto.

Por aquel entonces, cada pueblecito por pequeño que fuera tenía su escuela unitaria de enseñanza primaria. Es decir, una escuela para las niñas y otra para los niños. Esto le permitía pensar que podrían darle algún pueblecito o aldea situado en cualquier rincón de la provincia, pues por pequeño, ínfimo y destartalado que fuera, sin duda tendría su escuelita y sus niños que atender.

Sabía de algunos casos que le habían contado, en los que el maestro o maestra habían incluso renunciado a la plaza concedida, bien fuera como provisional o interino, bien como definitivo o en propiedad, debido a causas de diversa índole, aunque la mayoría estaban relacionadas con le imposibilidad de soportar una insoportable soledad en lugares apartados de la mano de Dios y de los hombres.

Le habían hablado de un maestro que le habían enviado a un pueblecito de la meseta castellana, situado en una ladera que durante los crudos inviernos y gran parte del resto del año se convertía en un lodazal de piedras y barro que apenas le permitía salir de la decrépita casa dónde vivía hasta la escuela. Ni un bar, ni un lugar dónde hablar con la gente. Aguantó un curso en medio de una soledad insoportable.

En otro caso, a otra maestra le dieron una aldea, en la falda de una sierra. Vivía en unas ruinas de lo que pareció ser un castillo en tiempos lejanos. Sin apenas luz, por la noche adquiría un tono fantasmal y siniestro, que le aterrorizaba. Tal fue el insuperable miedo y la desesperación que le atenazaban, que decidió abandonar, renunciando a la plaza antes de cumplir los dos meses de tan tétrica y espantosa estancia.

Estas y otras consideraciones le movían de vez en cuando a desistir por el momento a la hora de solicitar una plaza. Pero al mismo tiempo, deseaba fervientemente ejercer una profesión para la que se creía plenamente capacitado, a la par que sentía un cierto deseo de vivir una situación, que aunque no calificaba de aventura, sí le atraía lo suficiente como para que le atrajese.

Le seducía la idea de llevar su escuelita, de dirigirla a su aire, a su antojo, aportando los conocimientos que había adquirido en la Escuela Normal de Magisterio. Conducir a sus alumnos por los nuevos derroteros que él consideraba los más adecuados.

 Enseñarles las diferentes asignaturas, que recientemente se habían fijado por el Ministerio de Educación, y que habían superado ya los antiguos y superados planes de enseñanza, como los que incluían aquel dechado de saber que era la Enciclopedia Álvarez, tan estimada en su tiempo, pero que había quedado ya anticuada para la actual modernidad.

Inculcarles el amor por el conocimiento, desarrollar en ellos la capacidad por sentir curiosidad por descubrir cuanto les rodea, desentrañar todo un mundo que hasta entonces ni podían imaginar, desarrollar en ellos el  interés por la lectura, descubrir la poesía, el amor por la belleza y el respeto por la naturaleza.

Todo ello le animaba poderosamente a solicitar un pueblo para lleva a cabo su labor. Esperaban que se lo concediesen pronto, pues había necesidad de maestros y eran muchos los destinos que solían quedar libres al final de cada curso y muchos también los maestros que se jubilaban, por lo que de inmediato, y con tiempo, se dirigió a la delegación del ministerio para llevar tal efecto tal hecho.

Al cabo de más de casi tres meses, le concedieron una plaza en un pueblecito, cuya ubicación hubo de consultar en el mapa. No lo pudo hallar de momento, así que  recurrió  a otro mucho más detenido y exhaustivo, y aún así apenas hacía referencia al mismo, lo cual le hizo pensar que había de ser de muy pequeño tamaño.

Profundizando en sus averiguaciones, supo que estaba situado a unos ciento cincuenta kilómetros del pueblo dónde vivía habitualmente. El último censo de hacía ya unos años, le otorgaba una población de poco más de cien habitantes, y estaba situado en plena meseta castellana, lejos de cualquier parte, de cualquier núcleo de población importante.

Averiguó que no existía ninguna comunicación directa, y tan sólo llegó a saber, que un coche de línea, pasaba cerca de allí dos días en semana, por lo que tendría que ir a pie alrededor de dos kilómetros si utilizaba el autobús correspondiente.

Las referencias no eran muy halagüeñas. Más bien eran un tanto desoladoras, pero era su primer destino, su primera experiencia como maestro, y no estaba dispuesta a renunciar, por lo que admitió el nombramiento y se dispuso para la partida.

Su padre le dejaría el seiscientos, coche que apenas utilizaba y que le sería muy útil dadas las circunstancias. Su madre le preparó la maleta, y un día de un intempestivo de finales del mes de octubre partió en su ya veterano cochecillo con toda la ilusión del mundo, y con la mente puesta en la escuela que iba a dirigir.

Mientras conducía lentamente, sin apenas tráfico, por la infame carretera de tierra, aún sin asfaltar, como la mayoría, y bajo un cielo gris que amenazaba permanentemente una inminente lluvia, se preguntaba por qué no le habían nombrado a principio de curso.

Lo había solicitado con el tiempo suficiente para ello, pero aún así, no se lo habían concedido a principios de septiembre que era cuando el curso comenzaba, y aunque le sorprendía, no le dio excesiva importancia. Posiblemente iría a sustituir al maestro nombrado en principio al que le habrían concedido otro destino que tuviera solicitado con anterioridad.

Comenzó a llover. Primero fueron cuatro gotas, que apenas requerían de la activación de las raquetas del limpiaparabrisas. Lo ponía y lo quitaba a mano, ya que no disponía de un dispositivo automático intermitente, que ya empezaba a utilizarse en los coches más modernos.

Disfrutaba del trayecto que discurría a veces por tramos llenos de cerradas curvas, en ocasiones por rectas que parecían interminables, de subidas y bajadas con fuertes pendientes que el pequeño automóvil subía sin rechistar, pese a su poca potencia. Un pequeño y encantador coche, que casi nunca se averiaba, que se calentaba en verano, era su única pega, pero que en general era sumamente agradecido.

Las carreteras eran entonces sumamente estrechas, hasta el punto de que si dos automóviles se cruzaban, debían casi detenerse para hacerlo con seguridad. Descarnadas, con piedras y cantos que sobresalían en su martirizada superficie, desprendían nubes de polvo si estaban secas y se llenaban de charcos si llovía.

Por fin, la lluvia decidió hacerse presente. Apareció lenta y suavemente, con tranquila y relajada quietud primero, para desatarse después hasta convertirse en un auténtico aguacero que le obligó a aflojar la marcha que ya era sumamente lenta debido al mal estado de la carretera que ahora estaba completamente encharcada.

La mezcla de agua y tierra, había convertido la carretera en un lodazal, que al salpicar dejó al cochecillo de un color irreconocible. La visibilidad disminuyó ostensiblemente, debiendo ir con un exquisito cuidado para evitar los pronunciados baches ahora llenos de agua.

Aldeas y pueblecitos se iban sucediendo, salpicando el desértico paisaje de la meseta castellana. Apenas algún riachuelo, que la carretera salvaba mediante un pequeño puente de piedra. En sus márgenes surgían algún plantío de chopos, alguna alameda o algún prado donde apaciblemente pastaban los animales.

Un paisaje que conformaba un cuadro en tonos ocres como las tierras de labor, salpicado de puntos blancos, las aldeas, y de pinceladas verdes de la escasa vegetación existente. Todo ello conseguía conformar un cuadro que distraía la vista y el ánimo del maestro, que se dirigía a su primer destino como maestro.

No consiguió visualizar ninguna indicación que hiciera referencia al pueblo. Apenas había letrero alguno que señalizase los pueblos, salvo los más importantes. Es como si el pueblo hacia dónde se dirigía, así como otros de ínfimo tamaño, no existiesen.

Paró al borde de la carretera y consultó el mapa. La lluvia era cada vez menos intensa. El pueblo aparecía apenas resaltado, como si no le dieran la menor importancia, como si no tuviera derecho a figurar impreso en papel. Se situó, y llegó a la conclusión, que pese a todo, estaba siguiendo el trayecto correcto.

De improviso, cesó de llover. Llevaba ya conduciendo casi dos horas y se sentía algo cansado. A lo lejos divisó una pequeña gasolinera en medio de la nada. Se desvió y pidió que le llenasen el pequeño depósito del cochecillo.

El encargado del puesto tenía un aspecto rudo y severo que inspiraba poca confianza. Le preguntó por el pueblo, y volviendo lentamente la cabeza, que tenía dirigida hacia la boca de llenado donde había insertado la manguera, le dirigió una mirada extraña, que el maestro no supo descifrar. Le indicó el camino a seguir con una lenta y desidiosa actitud, y retomó su camino.

Calculó que le quedarían unos cincuenta kilómetros para llegar. Ante la inminente proximidad, comenzó a rememorar alguna experiencia vivida por algún maestro amigo que ya hubiera ejercido en algún pueblo. Buscó en su memoria, pero no encontró ninguna.

Entonces recordó que un amigo le había contado el caso de otro maestro que sí había vivido su primera experiencia en un pueblo. El relato le había impresionado hondamente, pues sus penurias constituían todo un ejemplo de los avatares que muchos maestros de escuela habían tenido que soportar.

Se trataba de un pequeño pueblo al que se llegaba por un estrecho camino de tierra que se tomaba durante varios kilómetros después de abandonar la carretera comarcal. El camino se convirtió en una senda apenas visible cubierta de hierba. Según su relato, condujo hasta llegar a una fuerte bajada. Después de una curva, divisó el pequeño pueblo, encajado en una hondonada.

Enfiló la que calle de entrada custodiada por sencillas casas bajas de fachadas blancas y puertas de doble hoja sin que nadie pudiera divisar. Llegó a una pequeña plaza y paró frente a una casa que parecía ser el ayuntamiento. Llamó a la puerta y nadie respondió.

El silencio era total. Parecía un pueblo abandonado. Oyó cómo una puerta se abría en el otro extremo de la placita. Un hombre salió y se dirigió hacia él con determinación. Le dijo que era el alcalde. ¿Qué desea? Preguntó. Soy el nuevo maestro, respondió. He sido nombrado para ocupar la plaza que estaba vacante, y que según supo después, llevaba bastante tiempo sin cubrir.

Le esperábamos, dijo el alcalde. Nos lo habían comunicado hace tiempo y llevaban esperábamos desde hace dos semanas, lo que le hizo suponer que los niños debían de llevar sin maestro un tiempo que no podía precisar.  Lo preguntó, y el alcalde le dijo que le pondría al corriente, que ahora lo primero era encontrar una casa dónde se pudiese albergar.

El alcalde había intentado hallar una casa de alojamiento para el maestro, pero fue en vano. No es que los vecinos se negaran, sino que eran conscientes de que no reunían las mínimas condiciones de comodidad y salubridad necesarias. Todas las casas carecían de ellas.

Al final, y ante el evidente riesgo de que el maestro tuviera que renunciar, un vecino se comprometió a ello. Entró en la casa. Su habitación era un espacio oscuro, estrecho y húmedo. Apenas cabía una pequeña cama, un armario de reducidas dimensiones y una palangana.

Preguntó por la cuarto de baño. No existía. Sus funciones lo hacía la cuadra, dónde tendría que compartir el poco espacio disponible con los animales de labor que allí pacían y dormían. Entre ellos tendría que llevar a cabo sus necesidades, utilizando el contenido del pajar adyacente como el agua de la inexistente cisterna.

El desolador panorama se completaba con una reducida cocina que además hacía las veces de comedor y de sala de estar. La familia se componía del matrimonio y dos hijos en edad escolar. La señora se deshacía por complacer al maestro en la medida que podía.

El marido era una de esas personas, cuya ignorancia se convertía atrevimiento. Mantenía con el maestro unas discusiones absurdas que le dejaban exhausto. Pensaba, por ejemplo, que el infierno estaba en el centro de la Tierra, ya que decía que no ignoraba que al profundizar en el suelo, la temperatura aumentaba. De nada servía tratar de hablarle del grado geotérmico. Y así con otros temas.

Con el tiempo dejó las charlas de cocina y por la tarde se iba a la escuela, situada en el otro extremo del pueblo, en un cerro, dónde compartía espacio con la iglesia. Cuando soplaba el viento, el lugar adquiría unos tintes épicos. El viento silbaba de tal manera que ponía los pelos de punta.

Los niños llevaban un curso deplorable. Ninguno de los maestros que por allí habían pasado, y habían sido varios en el último curso, pudo soportar las penosas condiciones de vida en las que tenían que desenvolverse. No existía bar alguno dónde tomar una cerveza, ni lugar alguno de reunión. La soledad era absoluta. Todos renunciaron a las pocas semanas.

La maestra tenía a las niñas y el maestro a los niños. De todas las edades, de todos los cursos. Un maremágnum dónde poco o nada se podía hacer en el plano pedagógico. Pronto tuvo que llamar a la inspección provincial para solicitar un cambio. Él se quedaría con los cursos superiores, niños y niñas, y la maestra con los inferiores. No recordaba nada más.

No recordaba qué fue del maestro, si continuó, algo que en buena lógica dudaba, o si renunció. En cualquier caso, y pese a todo, seguía con el ánimo dispuesto a llegar al pueblo y comenzar su labor de inmediato. Ya creía estar muy cerca, cuando se encontró ante un cruce en la carretera. Un desvencijado poste contenía un rótulo, dónde figuraba el nombre del pueblo hacia dónde se dirigía. Estaba oxidado y era apenas legible.

Tomó la dirección indicada y continuó durante varios kilómetros. La carretera se convirtió pronto en un estrecho camino y éste en una invisible senda cubierta ya por la hierba, seguramente a base de no ser utilizada por vehículo alguno.

De improviso, a la salida de una curva en una fuerte bajada, apareció el pueblo, al fondo, en lo que parecía un valle o una pronunciada hondonada.

La entrada del pueblo le condujo hasta una pequeña plaza. Paró y se dirigió hacia el ayuntamiento. Todo parecía desierto. En ese momento recordó el relato que había venido rememorando, acerca del maestro que estuvo destinado en un pueblo en ínfimas condiciones. Pensó detenidamente sobre todo ello.

Decidió entonces comenzar un recorrido por todo el pueblo. Anduvo por sus estrechas calles observando las fachadas de las casas, sus ventanas, las cerradas puertas. Nadie pisaba las calles, nadie se vislumbraba a través de los cristales. Buscó entonces la escuela. La halló en la cima de un cerro, al lado de la iglesia. Se acercó y no había niños. Ni maestros. No había nadie.

Todo coincidía. Pero no podía ser, no se podía tratar del mismo pueblo. Era imposible. Entonces, de repente, se quedó petrificado. Se le heló la sangre en las venas. Había recordado el nombre del pueblo dónde tantas penalidades pasó el maestro. Era el mismo pueblo. Y estaba abandonado. Era un pueblo fantasma.

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