La llegada del alba sorprendió al leve y solitario pueblecito, colgado en su pelado cerro, con sus gentes dormidas en un profundo sueño, a la espera de un nuevo día, que como todos, apenas les traería nada nuevo que destacar en sus rutinarias vidas, nada especial y distinto a los inmediatos anteriores.
Santa María del Cerro, tomaba
su nombre de la patrona del mismo, o quizás al revés. Era difícil precisarlo,
pues los archivos tanto del ayuntamiento como de la iglesia, nada aclaraban al
respecto, ya que apenas se retrotraían en el tiempo a unos insuficientes cien
años. Los viejos del lugar, muy numerosos y con muchos años a sus espaldas, nada
aportaban al respecto.
Cada día se parecía al anterior
como dos gotas de agua. Toda la actividad familiar se desarrollaba con la misma
parsimonia habitual, sin alteraciones destacables, ni en el horario, ni en los
trabajos diarios, ni por supuesto en las comidas, los descansos y las horas de
ir a la cama y levantarse.
Hacía rato ya que en el corral,
el gallo más veterano, como cada amanecer, se había hecho notar, y así,
campando por sus respetos, había entonado el canto habitual elevando su cresta
y su cuello hacia el cielo, a la misma hora, como un reloj de precisión, anunciando
con ello la llegada de un nuevo día.
El pueblo no llegaba a la
centena de habitantes. De casas bajas, algunas de dos plantas, con fachadas
desiguales, algunas pintadas de unos colores indefinibles, que tendían a veces
al blanco y a veces al gris. Colores casi siempre desteñidos, desgastados por
los elementos meteorológicos y por un sol impenitente que se cebaba
inmisericorde y despiadado sobre el yermo cerro
en el que se hallaba asentado desde hacía tantos siglos que nadie era capaz de precisar.
Apenas podían divisarse árboles
ni otra vegetación que pudiera suavizar el tórrido efecto del sol.Tan sólo unos
pocos álamos blancos bordeaban un tímido arroyuelo que en su día debió ver
correr el agua por su cauce, pero que ahora apenas era un leve recuerdo de lo
que fue.
Casi todo el año estaba seco.
En sus márgenes quedaban aún unos huertecillos, tan secos como el arroyo, hasta
el punto de que para regar las contadas hortalizas y algún árbol frutal que aún
se mantenían en pie, debían bajar agua desde el pueblo, ya que el pozo que cada
huerta poseía, hacía años que se había secado.
El pueblo se encontraba sobre
un promontorio dentro de una profunda hondonada, de tal forma que para
divisarlo había que acercarse lo suficiente para poder verlo, desde el comienzo
de una vertiginosa bajada por un camino lleno de curvas que llevaba hasta su
base para comenzar después la subida hasta su casco.
Parecía desde lejos, como si
una pequeña aglomeración de casas desiguales se hubieran puesto de acuerdo para
cercar el único espacio abierto, la plaza, a modo de escudo defensivo de la
misma, en cuyo centro se hallaba una fuente cuyo caño vertía incansable el agua
que depositaba en un abrevadero que con frecuencia solía rebosar el líquido
elemento por sus bordes. Un par de bancos y tres árboles, completaban el
conjunto.
Para acceder al pueblo por el
camino principal, era preciso cruzar el riachuelo por un pequeño y destartalado
puente confeccionado a base de piedra y madera cubierto de tierra, con la
anchura suficiente para que los vehículos, tanto de tracción mecánica como
animal pudieran cruzarlo de uno en uno.
Desde allí se subía una
empinada cuesta por un camino de tierra, que seguía una trayectoria en zigzag,
hasta la entrada por la calle principal, que flanqueada por casas de una
planta, con las fachadas encaladas, conducía hasta la plaza del pueblo.
La otra entrada tenía su acceso
por el otro extremo del pueblo, mediante una carretera en fuerte pendiente,
casi en línea recta, de menor longitud que la otra, menos transitada por
vehículos y mas por carros, animales y personas, que la utilizaban para
transportar los productos del campo, así como para llevar a pastar a los
animales a una zoma de monte bajo que por esa zona se hallaba.
Desde el pueblo podía divisarse
a lo lejos, una elevada cadena montañosa que conformaba un arco de casi cientos
ochenta grados, cubierta de nieve en los largos meses del crudo invierno, y que
constituía el único atractivo que el pueblecito poseía. Eran unas hermosas
vistas, que contrastaban con la rudeza de los campos y que contribuían a
humanizar en parte la soledad del lugar.
La iglesia y el ayuntamiento,
destacaban como edificios principales, situados en la plaza, así como una
cantina, la única existente, donde los vecinos se reunían por la tarde para
echar la partida, así como por la noche para charlar en compañía de unos vinos,
sentados en las escasas mesas o apoyados en la barra de madera.
Esa era la única distracción
que cabía para los habitantes del pueblo. Los domingos se reunían en la iglesia
para la misa dominical que celebraba el párroco de un pueblo cercano, que se
ocupaba de las almas de varios pueblos de los alrededores.
El resto del tiempo, de los
días, de los años interminables, los dedicaban a labrar y recolectar el campo y
cuidar de los animales, generalmente vacas, bien lecheras, bien para venta de
carne, que todos los vecinos tenían en mayor o menor medida.
La primavera y el otoño eran
estaciones que pasaban casi desapercibidas, sin apenas diferencias, con
temperaturas suaves y sin grandes contrastes y cortas en su duración. Sin
embargo los largos veranos eran ardientes y extremadamente calurosos. Los
inviernos eran terribles, duros, eternos y extremadamente fríos.
El verano se hallaba ya en su
punto álgido. Pese a que la salida del sol apenas era perceptible, ya se
adivinaba que éste iba a ser un día extremadamente caluroso, implacable con los
escasos habitantes del pueblo, que comenzaban a desperezarse en sus lechos.
La intención de las gentes, era
la de aprovechar las primeras horas del día, cuando el calor aún les
proporcionaba un respiro, antes de las horas centrales del mediodia, temibles,
porque el bochorno se tornaba insoportable, abrasador e inhumano.
El aire se hacía entonces
irrespirable. El sol golpeaba sin piedad el pueblo y los campos. La falta de
vegetación se hacía notar, pues nada paliaba el inclemente efecto de sus
abrasadores rayos. Era un verano en el que las elevadísimas temperaturas que se
estaban alcanzando, lograban alterar los ánimos de una gente que trabajaba de
son a sol en el campo.
Nadie del lugar, ni siquiera
los más ancianos, recordaban un verano semejante. Lo comentaban en familia, en
la cantina, en las charlas que de parte tarde tenían lugar en la plaza
alrededor de la fuente, sentados en los dos únicos bancos existentes, bajo los
tres únicos árboles que allí habían logrado crecer.
En las puertas de las casas, ya
al atardecer, cuando el sol se escondía, se sentaban las mujeres y los hombres
más ancianos, para charlar y comentar la jornada, siempre después de regar con
agua fresca la entrada de la casa y parte de la calle, al tiempo que regaban
los tiestos y las plantas en una ceremonia que tanto éstas, como los vecinos
agradecían de buen grado.
En la casa de Félix el manco,
que así le llamaban por haber perdido un brazo durante la guerra, la familia comenzaba
a desperezarse, con la aparición de las primeras luces del alba. Nunca quiso
aclarar como lo perdió, ya que jamás se le oyó hablar de ello, y nadie osaba
preguntárselo. Nadie le oyó jamás hablar del tema, pero de todos era sabido que
había sido durante la contienda que enfrentó a los dos bandos en la fratricida
guerra.
Una vez aseados, se sentaban a
la mesa de la espaciosa cocina para tomar el desayuno. Era la pieza más
importante de la casa, como en todas las del pueblo. Una ventana, con dos
grandes cuarterones daba a la calle. En el centro una mesa redonda con faldas y
con brasero para los duros días de invierno. Alrededor, una lumbre baja, una
cocina económica con un fregadero y algún electrodoméstico. Un armario y
algunos muebles bajos, completaban la simple y sencilla decoración
Juana, la mujer, disponía los
tazones de leche para su marido y los dos hijos, Andrés, el mayor, y Pedro, el
más pequeño. Una abundante fuente repleta de tostadas y un plato de galletas,
conformaban un desayuno que era el habitual, que no variaba ni en los días
festivos, ni en los fines de semana. Acaso en las fiestas, dos días al año, en
el que en las casas se solían hornear algunos bollos, rosquillas y otros dulces
típicos del lugar.
Mientras tomaban el desayuno
imperaba casi siempre un sórdido silencio que nadie osaba romper. Sólo por
algún comentario, poco habitual acerca de las faenas del campo o del cuidado de
los animales. No solían mirarse a la cara. Dirigían su mirada hacia el tazón y
esporádicamente a la calle a través de la ventana. Así un día tras otro.
Eran frecuentes las discusiones
en el seno de la familia, algo que sin embargo jamás tenía lugar por la mañana,
sino a la hora del almuerzo, cuando los tres hombres volvían del agotador
trabajo y los ánimos, a causa de ello, estaban más predispuestos para desatar
una ira contenida.
En el pueblo era de todos
sabido que estas discusiones tenían lugar ccon frecuencia. Era la familia que
más fincas tenía en el pueblo y la que mayor número de cabezas de ganado
poseía. Era por lo tanto, la familia de Juan el manco, la más rica del pueblo,
aunque ningún dispendio hacían. Juan estaba dispuesto a ahorrar cuanto se
ingresaba por la cosecha, la leche, y las vacas que se vendían.
Ni la mujer, ni los hijos
estaban de acuerdo con la manera de llevar aquella precaria economía de gastos.
Todos trabajaban como animales en el campo y con las vacas. Todo el año, desde
el alba hasta el ocaso.
Luchaban a brazo partido en el
campo y con los animales, así como con las inclemencias de un tiempo que en
invierno y verano resultaban agotadoras y que no les daban respiro alguno.
Juana, la mujer, Trabajaba casi
lo mismo que los demás. Iba con ellos y
llevaba a cabo los mismos trabajos. Además llevaba el peso de toda la
casa. Ella cocinaba, tenía que lavar, fregar, planchar, dar de comer a los
animales.
Todo ello sin recibir ningún
reconocimiento, ni de su marido, ni de los hijos, sin poderse dar la
satisfacción de comprarse algo de ropa, salvo una vez al año que iban a la
ciudad, y siempre con un presupuesto muy limitado que apenas le daba para nada.
Una noche, a la hora de la
cena, tuvo lugar en la casa una fuerte discusión. No era la primera vez, pero
en esta ocasión, las voces pudieron oírse en las casas colindantes, incluso
desde el exterior, desde la calle, donde algunos vecinos pudieron escucharlos
una vez más.
Los hijos, con la anuencia de
la madre, que en esta oocasión no salió en defensa de su marido, como solía
hacer, le recriminaban al padre el hecho de que vivieran con tantas
estrecheces, con lo más elemental, cuando podían vivir mejor, y disfrutar de
las rentas que su duro trabajo debía proporcionales.
Como el padre se negara
rotundamente, los hijos le pidieron entonces que les adelantase lo que les
correspondía de la herencia, al menos, un adelanto, le dijeron.
Se negó rotundamente y a gritos
les amenazó con desheredarlos si no cesaban en sus demandas. La discusión subía
de tono progresivamente, y llegó al punto de que casi llegan a las manos. Si la
madre no hubiese intervenido, así habría sucedido, tal era el grado de
irritación e ira contenida.
Llegado a este punto, y según
contaron los hijos, el padre se reafirmó en todo aquello que había expuesto, y
les gritó que estaba dispuesto a irse de esa casa, donde la avaricia y la falta
de respeto era la único que encontraba, algo que no estaba dispuesto a
soportar.
Pasaron los días. A partir de
la violenta discusión, los hijos y el padre dejaron de hablarse. Juana, la
mujer, apenas le dirigía la palabra, y él, no volvió a abrir la boca, si no era
para lo más imprescindible. Ni siquiera dormía ya en la misma habitación con su
mujer, como lo había hecho durante tantos años.
Un día desapareció. Según
contaron a la guardia civil, faltaba algo de ropa y el dinero que él guardaba
en un escondido lugar, que sólo él y su mujer conocían. Juana nunca quiso
hablarles a sus hijos de su existencia por no complicar más la tensa situación
ya existente.
Nadie le había visto salir, nadie
le había oído levantarse, nadie sabía nada, ni en la casa, ni en el pueblo.
Había desaparecido sin dejar rastro alguno. Le buscaron por los alrededores,
por los pueblos vecinos. Miraron en el arroyo, en los huertos, en los pozos, en
el bosque. Nada.
Treinta años más tarde, se
iniciaron los trabajos para la construcción de una autopista que pasaba cerca
del pueblo, por los antiguos huertos, hoy abandonados. Al llevar a cabo los
trabajos de excavación del terreno, apareció un cadáver debajo de una montaña
de piedras que anegaban uno de los pozos. Tenía el cráneo partido y en vida
había sido manco: le faltaba el brazo izquierdo.
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