Una aciaga mañana, de un
hermoso e inmaculado día de invierno, amaneció el pequeño pueblo con un manto
de nieve de un blanco purísimo que todo lo cubría.
La pequeña y delicada
escuelita, situada en un vieja casa de la plaza, permanecía ocupada por sus
alumnos desde hacía ya un buen rato. Caldeada por la estufa de leña, con sus
alumnos sentados en los pupitres, reposaban, la enciclopedia Álvarez, un
cuaderno de dos rayas, el lápiz y el borrador, mientras la cartera descansaba en
la cajonera.
Los niños esperaban paciente y
silenciosamente la llega del maestro. Un venerable y ya casi anciano maestro de
escuela, que llevaba tantos años allí,
que sus recuerdos apenas le daban para cifrar el tiempo en una fecha exacta.
Tanto tiempo hacía ya desde que llegó allí destinado desde un pueblo de una
lejana provincia.
Las calles y los tejados de las casas del
pueblecito ubicado en la meseta Castellana, así como la sierra tan próxima que
casi se podía tocar con la mano, los campos y los prados, el río y los plantíos
de olmos y álamos blancos, aparecían vestidos de ese color, con el que toda la
fría, larga y dura estación invernal permanecía permanentemente pintada.
De improviso, la puerta de la
escuela se abrió. Los alumnos se volvieron instintivamente al unísono en el
momento en que se cerró con un golpe seco, que no era el habitual, sino que se
trataba de un sonido diferente, brusco, que no era el de siempre, el de todos
los días, al que estaban acostumbrados cuando el maestro llegaba, casi siempre
antes que ellos, para encender la estufa.
Algo que en el día de hoy no había ocurrido y que un alumno, el mayor,
se había ocupado de llevar a cabo.
Un sobresalto repentino e inesperado, ensombreció
la pacífica y tranquila quietud que se respiraba. El ánimo de los niños se vio
repentinamente alterado. Sorprendidos, tornaron a mirar hacia delante, abriendo
la enciclopedia con una celeridad inusitada, como si todos al mismo tiempo
hubiesen recibido una orden a tal efecto, que no obstante nadie había llevado a
cabo.
El pueblo, de apenas un centenar
de habitantes, estaba situado en una pequeña elevación, bordeado por uno de los
extremos por el rio que en verano yacía casi seco, salvo alguna poza donde aún
se podían pescar truchas y barbos con la caña o con la manga, y que en invierno
y primavera llegaba a tener un cierto caudal, proveniente del deshielo de la
próxima e imponente sierra que dominaba una vista de ciento ochenta grados.
La montaña, que en verano
aparecía vestida de un azul refulgente, permanecía de un impoluto y prístino
blanco durante casi todo el invierno, siempre largo y extremo, con temperaturas
tan bajas que los hielos campaban por sus respetos en una calles heladas y
resbaladizas y en unos tejados, en cuyos aleros destacaban unos transparentes y
cristalinos carámbanos de hielo, a modo de estalactitas que colgaban
amenazantes con su extremo inferior afilado como un cuchillo de punta finísima
apuntando hacia el suelo.
La gente vivía de la
agricultura en su totalidad, labrando sus pequeñas y contadas fincas de trigo,
cebada, centeno y algarrobas, que recolectaban a mano, segando con la hoz,
desde el alba hasta el ocaso, bajo un sol abrasador, impenitente y despiadado,
que no respetaba ni a hombres ni a mujeres, que sudorosos, apenas se tomaban un
respiro para beber agua del botijo que traban de mantener a la sombra de un
improvisado cobertizo construido con una manta y unos aperos de labranza.
Paraban para tomar el almuerzo.
Extendían una manta alrededor de un árbol si lo había, o en plena solana, las
más de las veces. La comida solía consistir en unas tajadas de chorizo, de
butagueña y de lomo de la matanza, una tortilla, y quizás unas apelmazadas pero
exquisitas sopas castellanas, que todos tomaban del recipiente de barro donde la
madre lo había cocinado la noche anterior a fuego lento.
Procedentes de Extremadura,
llegaban los segadores, entrañables personajes que la gente del pueblo
albergaba en sus casas mientras durase su estancia y que algunos vecinos
necesitaban contratar para la siega. Buena y trabajadora gente, que al término
de la jornada, se reunían en torno a la mesa, en la cocina, al amor de la
lumbre, para contar historias de los lugares de donde procedían.
Terminada la siega de la
tierra, se procedía al acarreo de las gavillas, montones de cereal que se
ataban en compactos fardos que se cargaban en el carro pinchados en los
bieldos, para llevarlos a la era, espacio que cada vecino tenía adjudicado y
dónde el cereal se almacenaba en capas superpuestas a modo de murallas.
Estas, cercaban la superficie
de la que disponían, dentro de la cual se extendía el cereal en un círculo o
parva con el fin de trillarlo, con una plataforma denominado trillo, cuya base
estaba cubierta por unos finísimos cantos extremadamente afilados, que desmenuzaban
las espigas, y que era arrastrado por una vaca.
Terminada la trilla, se
amontonaban el cereal y la paja mezclada, con el fin de aventarla, separando el
grano de la paja, bien a mano, elevándolo al aire mediante una pala de madera,
para que el dios Eolo hiciera el trabajo, o bien con la máquina alventadora,
que hacía este trabajo de una manera más
cómoda, introduciendo en una tolva la mezcla, que era separada por unas cribas
o cedazos que eran movidos a mano mediante una manivela que las desplazaba lateralmente,
de tal forma que por delante salía el grano y por detrás la paja.
Después, sólo quedaba ensacar
el cereal y transportarlo hasta el granero de las casas, por un lado, y por
otro, recoger la paja y llevarla al pajar, dando por finalizado un proceso que
se repetía una y otra vez, hasta que todo el cereal acumulado en la era, era
convertido en grano y paja, destinado a alimentar a los animales.
Estas faenas de la recolección,
y las precedentes de la siembra, les llevaban la mitad del año, mientras el resto
del tiempo, los labradores se dedicaban a mirar al cielo, con la esperanza de
que lloviese lo justo, y en su momento, que las heladas respetasen las cosechas
y los cultivos, y que el pedrisco, tan habitual en épocas próximas a la siega,
no les arruinase en dos días el trabajo de todo el año.
Poco más había que hacer
durante este tiempo de espera, sino contemplar el progreso de los campos,
cuidar de los animales, y a lo sumo segar la hierba de algún prado, o limpiar
las malezas del huerto o alguna pequeña parcela que lo necesitase, escardar, arar
o reparar alguna pared de piedra o vallado de madera.
El esquileo de las ovejas que
llevaban a cabo los esquiladores que venían a tal efecto en la temporada
correspondiente, era otra ocupación anual, así como la matanza, auténtica
fiesta familiar que duraba tres días, y que además de todo un acontecimiento,
suponía un importante acopio de embutidos de todo tipo y que era la base de la
alimentación que complementaba las legumbres, patatas y verduras, que no faltaban
en la mesa.
La iglesia, era sin duda el
edificio más singular y representativo del pueblo. Poseía una bonita estampa,
de bellas proporciones, de un estilo indefinido como tantos templos de la zona.
Tenía un atrio de proporciones considerables, a través del cual se entraba en
una nave diáfana, sin columnas, con un artesonado de madera en el techo y un
imponente retablo en la cabecera, con tablas de cierto valor, que habían sido
restauradas recientemente.
Algunas de las cuales,
policromadas, habían formado parte de una de las exposiciones de la capital de
la provincia, cuando en ella se celebraron las Edades del Hombre. Una bellísima
torre en Espadaña, remataba el hermoso conjunto, con un pequeño y encantador
cementerio adosado a la misma.
Un adusto, severo y frio
sacerdote, celebraba misa todos los días del año. Cubierto con una larga y
negra sotana, mostraba su rostro más sombrío cuando dejado llevar por su indignación,
y a voz en grito, recriminaba a los vecinos su poca asistencia a misa. No
podía, ni quería entender, que durante el verano, y mientras duraba las siega y
el resto de las faenas de la recolección, la gente no tenía otra alternativa
que trabajar sin descanso de sol a sol, los siete días de la semana.
El bar del pueblo, era el único
lugar de reunión donde los vecinos se encontraban para tomar unos vinos,
charlar o echar una partida de mus, tute o brisca. Solía ir el maestro del
pueblo que vivía en una casa en régimen de pensión adonde la gente le llevaba
con frecuencia algún pan o embutidos de la matanza, ya que de todos era
conocido que el escaso sueldo le daba para apenas poder ir tirando.
Siempre se dijo que el Régimen
les había fijado una mísera retribución mensual, como castigo por el apoyo
mayoritario de los maestros a la República. El cura, sin embargo, no solía ir
por el bar. No era partidario de departir con los vecinos, vivía encerrado en
su casa, la casa curato, ubicada frente a la iglesia., de la que sólo salía
para sus misas y rosarios diarios.
Desde el campanario de la
iglesia, situado en la galería corredor que abarcaba toda la Espadaña, se
divisaba un espléndido panorama que alcanzaba a divisar toda la sierra, y
delante de ella, los montes de encinas y robles, así como uno de especial
valor, cubierto de espléndidos y valiosos enebros, que más adelante sería
objeto de protección administrativa.
Las vistas del rio con sus
praderas a ambos lados y que pasaba a escasos quinientos metros del pueblo, los
plantíos de chopos y álamos blancos, las huertas y los huertos, que aunque
similares en apariencia, los vecinos los diferenciaban, los campos de labor, y
algún pueblecito próximo, completaban el encantador conjunto.
Las fiestas de mayo y
septiembre, las navidades, y sobre todo la semana santa, conformaban las
principales fechas a destacar en la monótona y rutinaria vida del pueblo.
Destacaba la semana santa por la peculiaridad de sus oficios religiosos que
duraban toda una larga semana, y que a los niños les llenaba de un cierto temor
por su tétrico y grave tratamiento.
Había muerto Dios, les decían.
No se podía cantar, ni escuchar la radio, ni se podía llevar a cabo
demostración festiva alguna que denotase alegría o regocijo. En el centro de la
iglesia se montaba un fantasmagórico, siniestro y tétrico catafalco de unas dimensiones
descomunales.
Cubierto de negro, con forma de
ataúd, que levantaba varios metros sobre el suelo, infundía auténtico miedo que
se tornaba en terror, cuando todas las luces se apagaban y la iglesia quedaba a
oscuras, apenas iluminada por la luz leve, pálida y difusa de las velas y los
cirios, cuando algún oficio se celebraba.
En toda la semana, ni las
campanas de la iglesia se podían tocar para llamar a misa y a los oficios
religiosos. En su lugar, los más pequeños, recorrían el pueblo haciendo sonar
las carracas de madera, en una algarada infantil que al menos lograba desterrar
temporalmente tanta y tan sombría y siniestra ceremonia.
El cura solía aprovechar los
oficios más concurridos para lanzar sus diatribas contra las buenas gentes. La
salvación y la condenación eternas estaban siempre presentes en sus sermones,
que lanzaba a modo de amenazas desde el púlpito, con un grave y sereno gesto
que se iba descomponiendo a medida que su discurso iba adquiriendo tintes de
indignada ira.
Cuando se acercaba el verano, se
solían llevar a cabo las rogativas. Los vecinos seguían al cura en un recorrido
que pasaba por los caminos que rodeaban el pueblo, entre los campos de trigo y
cebada. El cura iba entonando unos rezos, a los que el acompañamiento respondía
con un invariable ora pro nobis. De vez en cuando paraba la comitiva y el cura
bendecía los campos con el agua bendita que contenía el hisopo.
El fin de dicho ceremonial era
el de rogar para que el pedrisco no asolara los campos. Mientras la rogativa
tenía lugar, los mozos del pueblo tocaban las campanas a mano, volteándolas con
auténtica pasión y frenesí, algo que se solía hacer también cuando se desataba
alguna tormenta que pudiera traer granizo.
Era un espectáculo sublime y
ancestral. La lucha desigual del hombre contra los elementos. Las campanas
tocando a arrebato contra la furia desatada de los elementos. Un gesto titánico
y desafiante, tan primitivo como ineficaz, tan ingenuo como absurdo, propio de
una fe fanatizante que el cura se empeñaba en transmitir a sus feligreses.
En verano, cuando los vecinos
segaban los campos, y la iglesia apenas registraba asistencia, un día de domingo,
en el sermón, lanzó un improperio de proporciones bíblicas, no exento de una
perversa falta de comprensión hacia las gentes, con dimensiones de maldición.
Apoyándose en la poca asistencia de los fieles a misa, manifestó a voz en grito
el deseo de que un pedrisco arrase las cosechas de los campesinos.
Nadie lo podía creer. Resultaba
inconcebible tal grado de incomprensión. Denotaba una ausencia total de una
necesaria delicadeza, así como la falta
absoluta de piedad hacia unas gentes que se miraban asombrados entre la
incredulidad general.
Al salir de la iglesia, y
delante de la gente, todos pudieron contemplar, como su padre, que vivía con
él, le recriminó dura, firmemente y con suma acritud, su incalificable actitud.
A partir de entonces, la asistencia se resintió aún más, y el trato con la
gente llegó a ser más distante y frío de lo que ya era.
Los inviernos eran eternos. Desde
noviembre hasta marzo, e incluso abril, las nieves y los hielos eran casi
perpetuos. La proximidad de la sierra condicionaba el clima poderosamente, y el
pueblo entraba en un letargo que sólo era alterado por los domingos con la misa
dominical, a la que se llamaba con los toques de campana que llevaban a cabo
los monaguillos: la primera, la segunda y la tercera y última, antes de entrar.
En alguna ocasión, los
monaguillos llegaban tarde a tocar la primera, y entonces el sacerdote ciego de
una ira incontenible, los abofeteaba o en una actitud incomprensible, o los
encerraba en la iglesia a la salida de la misa, adonde las madres tenían que ir
a recogerlos al comprobar que no habían vuelto a casa.
Sus comportamientos
inadmisibles, le llevaban a obligar a los niños a confesarse una y otra vez, en
un acto que era un interrogatorio obsceno y sádico, más que una confesión en
sentido estricto. El cura parecía disfrutar con las lascivas preguntas que les
hacía y que repetía una y otra vez a las asustadas y sorprendidas mentes
infantiles, que pocos pecados podían arrostrar.
Cuando el maestro faltaba
algunos días, por enfermedad o por otro motivo justificado, el sacerdote
ocupaba su lugar. Los niños le temían por su carácter rudo y a veces brutal.
Todos se acordaban cuando en una ocasión que sustituyó al maestro durante una
semana, a la mínima castigaba a los pequeños alumnos poniéndolos de rodillas
con los brazos en cruz sujetando unos gruesos libros.
Las bofetadas, los golpes en
los nudillos con la regla de madera y otros que estaban a la orden del día,
mantenían a los niños en permanente estado de temor. Solía dejarlos sin comer
por no responder a alguna pregunta, sobre todo si estaba relacionada con el
catecismo, que tuvieron que aprenderlo de memoria. Algunos padres se negaron a
llevar a sus hijos a la escuela mientras el cura sustituía al maestro.
Las navidades eran unas fiestas
entrañables para todos, y en especial para los niños. Las primeras castañas, el
turrón, los mazapanes, los polvorones y otros dulces propios de estas fiestas,
llenaban de alegría y regocijo las casas de las gentes del pueblo.
Nochebuena y Navidad en
familia, reunidos en la cocina, al amor de la lumbre y del socorrido y cálido
brasero. La madre preparaba siempre alguna comida especial, algún postre
sabroso y después los dulces navideños, que hacían las delicias de pequeños y
mayores.
Y la noche de reyes. Una
irrefrenable ilusión llenaba el corazón de los más pequeños. Nerviosos y plenos
de alegría, colocaban los zapatos en el alféizar de la ventana y se metían
pronto en la cama. El despertar era inenarrable. Un caballo de cartón, una
espada de madera, unos juegos reunidos, y otros sencillos y maravillosos
juguetes con los que disfrutaban y cuidaban con esmero todo el año.
Cuando los niños levantaron la
vista de la enciclopedia, contemplaron con sorpresa y temor la siniestra y
negra figura del sacerdote que se encaminaba hacia la mesa del maestro. Éste había
tenido que acudir con urgencia a su tierra, para atender unos asuntos que no
admitían demora alguna. Los niños no lo sabían, pero el cura ocuparía su lugar
hasta la vuelta del maestro. Y se demoraría mucho. Demasiado tiempo. Una
eternidad.
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