El monasterio

 

Desde una de las torres del monasterio podía visualizarse todo el valle desde la increíble y sobrecogedora atalaya donde se hallaba enclavado desde tiempos inmemoriales. En la profunda hondonada, discurría un caudaloso río, que transportaba sus cristalinas aguas, entre los titánicos márgenes de una  imponente cadena montañosa, cuyas crestas se alternaban, como si lucharan entre sí por conquistar las nubes cercanas.

El formidable espectáculo de las altas cumbres, permanentemente nevadas, era sobrecogedor, acrecentando aún más el sentimiento de una quietud absoluta, de una soledad que nada ni nadie podía alterar, alejado como estaba de todo rastro de civilización que pudiera alterar su perpetuo silencio, lejos de la población, que a sus pies, parecía una estampa, un juguete, un punto lejano y blanco.

El río, muy caudaloso en invierno, discurría por la parte más profunda del valle, lentamente, zigzagueando, bordeando el pueblo y lamiendo la base del promontorio donde el monasterio, mucho más arriba ubicado, parecía un peñasco más, un risco gigantesco del que apenas sobresalían, más bien se adivinaban, las agujas y pináculos  de algunas de sus torres.

Se divisaba el río desde el cenobio, como si de una delgada línea plateada se tratara, de frescas y límpidas aguas que procedían en gran medida del deshielo de las montañas, que jamás se secaba, y que suponía una importante reserva de agua para las necesidades de los ciudadanos de la villa, de dónde procedía también la pesca que en él se llevaba a cabo, así como para otros menesteres.

Los accesos no eran fáciles, sino inmensamente complicados, con una inaccesible cadena de grandes riscos de dura piedra que rodeaban la pequeña meseta colgada de un alto y escarpado macizo, casi imposible, donde se hallaba el monasterio, en un equilibrio sumamente inestable, que destacaba a su vez sobre una colina arisca e intrincada que surgía del fondo del valle.

Su mole demás de siglos de antigüedad, parecía un mirador que se hubiese construido con el objeto de contemplar un soberbio espectáculo, único y majestuoso, en medio de un sistema de gigantes montañosos que lo rodeaban como en un duro y rocoso abrazo, que al mismo tiempo lo protegían de invasiones no deseadas, que habrían alterado su ansiada y necesaria tranquilidad.

Eran como titanes que hubiesen decidido dejar un espacio, el verde y largo valle, entre ellos, a modo de frontera que los separase en su continuo e infinitamente lento y eterno desplazamiento al que se hallaban sometidos por las fuerzas tectónicas, causantes del movimiento de las placas, que lenta e inexorablemente se trasladaban sobre el manto.

Millones de años transcurridos desde que comenzaron a distanciarse y empezaron a formarse los dos gigantes montañosos entre los que quedó el valle encerrado, por dónde comenzó a discurrir el río que con el tiempo abriría una auténtica grieta en su fondo, desgastándolo, erosionándolo, para conformar el lecho por dónde fluían las aguas procedentes de la nieve de las montañas aledañas.

Un espectáculo grandioso, soberbio y espectacularmente portentoso, que se podía vislumbrar desde los extremos del hermoso y grandioso  valle, formado por las dos titánicas formaciones montañosas y el verde valle, ahora teñido de blanco, con el pueblo y el río en él insertados, y en la pendiente de uno de los flancos de la cordillera, en su falda, muy arriba, en un colosal, intrincado y afilado promontorio, pendiendo, colgado y suspendido, en un equilibrio imposible, destacaba elmonasterio, con un aire misterioso y enigmático que causaba honda impresión.

Inaccesible por completo, era imposible distinguir alguna forma para poder acceder hasta donde estaba ubicado. Desde la base del enorme promontorio no se podía adivinar ninguna escalera practicada en la roca, por rústica que pudiera ser, ni otro camino practicable, ni facilidad alguna que pudiera permitirlo.

Tan sólo podían verse algunas cuevas, más bien agujeros en su ladera, que nadie se había atrevido a intentar investigar acercándose a ellas, y mucho menos entrar, por el respeto que imponía tan formidable y colosal espectáculo que se mostraba ante los pocos que se atrevían a acercarse a tan imponente y titánica construcción natural, a la que se llegaba después de escalar una larga y complicada colina que partía desde el fondo del valle.

El monasterio albergó en su momento a una nutrida partida de monjes, que los más ancianos del lugar recordaban cuando con muy poca frecuencia bajaban, nadie sabe cómo ni por dónde, para adquirir los enseres y alimentos que necesitaban para sobrevivir.

Lo hacían cubiertos por unos hábitos y unas capuchas que los cubrían por completo, de tal forma que apenas se les podía adivinar el rostro. Terminadas sus compras, retornaban subiendo pesadamente la escarpada ladera del valle, y desaparecían, nadie sabía cómo, en la base del gigantesco macizo sobre el cual se situaba el lúgubre y sombrío monasterio.

Esas apariciones habían cesado hace ya muchos años. Nadie los había vuelto a ver. Todos se preguntaban acerca de esta extraña situación, pero nadie se atrevía a intentar averiguarlo, ni había medios de llevarlo a cabo, aunque todo el mundo con frecuencia elevaba la vista hacia aquella increíble cima dónde continuaba impertérrita aquella formidable fortaleza de piedra.

Sin embargo, la vida parecía continuar allí. Resultaba imposible concebir que alguien pudiera subsistir sin alimentarse, ya que nada podría cultivarse en aquel mar de rocas, a una altura más que considerable. Sería imposible, pero fue el principal tema de conversación entre los ciudadanos, cuando un día sucedió lo increíble por inesperado.

Fue algo que heló la sangre de los que por primera vez contemplaron con ojos atónitos cómo de las chimeneas del monasterio que eran visibles, comenzó a salir humo. Los habitantes del pueblo salieron de sus casas para contemplar tan increíble e inesperado espectáculo que durante tanto tiempo había desaparecido de sus vistas, y que muy pocos lo habían llegado a ver.

Así continuó durante todo el día. No se percibían movimientos de ningún tipo. Las chimeneas continuaron expulsando humo sin interrupción. Un humo blanco y denso, que no se perdía en las alturas, sino que formaba nubes cada vez más espesas que fueron cubriendo el monasterio y la montaña entera.

Hasta que comenzó a bajar por la ladera. Lenta e inexorablemente discurría una masa blanquecina que ya alcanzaba un considerable espesor y anchura, dirigiéndose hacia el pueblo, dónde sus habitantes lo observaban con temor. En pocas horas, la gigantesca nube fue cubriendo todo el pueblo, mientras sus habitantes entraban precipitadamente en sus casas entre gritos de pavor.

De repente, el silencio se apoderó de todo. Nada parecía ya poseer vida. Ningún movimiento se observaba en todo el valle, desaparecido ahora por la formidable nube que proyectó una inmensa y siniestra sombra.

Menos en la montaña, dónde una prodigiosa e intensa luz la cubrió de improviso. Cuando despejó todo, el pueblo había desaparecido, y del monasterio no quedaba rastro alguno. Sólo el valle con su río quedó intacto, en la soledad más absoluta. Como hace un millón de años.

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