La isla
Nadie pareció darse cuenta de lo que estaba
sucediendo. Nadie percibió los cambios que se estaban llevando a cabo en un
entorno que estaba evolucionando a pasos agigantados, hasta tornarse en algo
irreconocible e irreal, algo que iba a dar un definitivo giro a sus vidas.
No obstante, una leve pero constante e insistente sensación de inquietud,
incierta e inexplicable, parecía llenar los primeros momentos en que los rayos
del astro rey surgieron en el horizonte, y qué tan sólo la madre naturaleza sería
capaz de interpretar a medida que la luz todo lo inundaba.
Fue al despertar, cuando los habitantes de la isla
se dieron cuenta de que algo diferente, distinto al común de los días, estaba
teniendo lugar allí afuera, a unos pasos de sus casas, dónde se encontraban
cómodamente instalados.
Algo que apreciaba su instinto, y que les movía a
continuar en sus lechos, sin deseo alguno de separar las sábanas que los
cubrían, como si un oscuro presagio les indujera a ello, como si adivinasen que
ya nada iba a ser igual, que iban a cambiar para siempre muchos aspectos de una
existencia apacible y sosegada.
Desde hacía ya mucho tiempo, sus vidas se
desenvolvían en una pequeña ínsula, separada del continente por apenas unos
pocos kilómetros, que no obstante no impedían que en los días claros se
percibiesen con facilidad los acantilados de aquel mundo tan próximo y tan
lejano al mismo tiempo.
Para unir ambos territorios, un barco se
desplazaba diariamente con una frecuencia fija, al menos dos veces al día,
desde el pequeño puerto dónde se encontraban amarradas pequeñas embarcaciones,
tanto de recreo como de pesca, arte que practicaban numerosos habitantes de la
isla como medio de subsistencia.
Solamente cuando el mar picado y bravo, se
mostraba intratable, con olas que superaban la medida aconsejable para navegar,
los barcos renunciaban a aventurarse a salir, y atracaban en el pequeño y
recatado puertecito, dónde estaban ha cubierto mecidos por el delicado y sutil
oleaje.
Con las primera luces del alba, la isla pareció
despertar al unísono, con sus pobladores abriendo tímida y lentamente las
ventanas de su casas, como si sus presagios, no hubieran sido un sueño, sino
una realidad incierta y descorazonadora aún por descubrir, una cierta angustia,
una desazón inexplicable, ilógica e irracional.
Amaneció un día claro, luminoso, desprovisto de
nubes y bruma, cristalino, de aquellos que permitían una visibilidad absoluta,
total, que solía situar la costa continental como si estuviera a tiro de
piedra, como si pudiéramos tocarla con las manos, como si fuera una
continuación de la isla.
De improviso, alguien rompió el atronador silencio
que todo lo envolvía. Fue un grito ensordecedor, lleno de oscuros presagios,
seguido de otras manifestaciones de sorpresa que se iban sucediendo y
multiplicando, a medida que ventanas y balcones iban abriéndose al nuevo día.
Todas las miradas,
casi al unísono, se dirigieron hacia el continente, hacia una costa que,
por inercia, por costumbre, todos solían dirigir su primera mirada, casi por
instinto, como si allí residiese el significado primero de sus vidas.
Y
es que, en definitiva, dependían en gran medida de ese territorio patriarcal,
del que se sentían fieles seguidores, que no vasallos, pero que necesariamente
marcaba el ritmo de sus vidas, y al que tenían que recurrir para casi
todo, con una obligatoria y pertinaz
frecuencia.
Lo que
vieron les obligó a mostrar un gesto de incredulidad y sorpresa que les heló la
sangre, cuando con los ojos inmensamente abiertos, todos pudieron comprobar
algo que les obligó a pellizcarse, a mirarse los unos a los otros como jamás lo
habían hecho.
Para
asegurarse de que no se trataba de un sueño, de que lo que tenían ante sus
atónitas miradas era real, que sus sentidos no les estaba jugando una mala pasada,
al unísono, abandonaron las terrazas, ventanas y balcones, y bajaron a la calle
donde ya se acumulaba una multitud.
Todos
se dirigieron hacia los puntos desde donde mejor se divisaba la tierra firme
que parecía haberse esfumado, como por arte de magia, como si se hubiese
disuelto cual azucarillo en agua de un mar que parecía dominarlo todo, allí donde
antes se erigía la tierra firme.
El
siguiente paso fue el de comprobar las comunicaciones de todo tipo, como medio
de tratar de saber qué es lo que estaba pasando. El televisor, sin señal
alguna, no emitía en ningún canal, las líneas de teléfono habían desaparecido,
y la conexión a Internet, sencillamente era inexistente.
Todo
parecía indicar que estaban aislados en un pequeño trozo de tierra, en la que sus
ciudadanos dependían por completo de un continente que parecía haberse difuminado
como por encanto, sin dejar rastro alguno, algo que se disponían a comprobar de
inmediato.
Dispusieron
el mejor barco a motor del puerto, y un grupo subió a bordo con la intención de
dirigirse hacia la que hasta hace apenas unas horas constituía la tierra firme
que siempre habían visualizado desde dónde ahora se encontraban.
Salieron
del puerto en la dirección adecuada, y durante más de una hora, tiempo
suficiente para arribar a la costa, avanzaron navegando en un mar en absoluta
calma, sin que en ningún momento avistasen el mundo que se empeñaba en
ocultarse a sus ávidos ojos.
Deberían
hallarse ya, hacía tiempo, en la costa que se les negaba a la vista. No
obstante continuaron avanzando sin hallar resto alguno de tierra. Todo parecía
indicar que se hallaban sobre ella, que el mar la había cubierto por completo.
Después
de varias horas bogando sin resultado alguno, desesperanzados e incrédulos,
concluyeron que el océano había inundado el continente, que ahora se hallaba
sumergido debajo de ellos, sin dejar el menor rastro de la tierra firme que
siempre les había acompañado.
Decidieron
volver a su isla, ahora solitaria en medio de una inmensa masa de agua, que
posiblemente se habría apropiado de los continentes del hermoso planeta Tierra
que ahora se habría convertido en un planeta donde el agua todo lo cubría,
salvo quizás, con la única excepción de la isla a la que ahora retornaban.
Al
despertar la mañana siguiente, lo primero que hicieron, sobresaltados y con la
angustia aún instalada en sus atormentadas mentes, fue dirigirse a las
ventanas, con la esperanza puesta en que todo hubiera sido un mal sueño.
La
sorpresa fue de tal magnitud, que no pudieron articular palabra. Sólo un gesto
de una incontenible sorpresa y de una desbordante y regocijada alegría, que les
llevó a levantar los brazos en un gesto de inmensa satisfacción.
Allá, en la próxima lejanía, se visualizaban de nuevo los otrora desaparecidos acantilados que se mostraban espléndidos como nunca lo habían contemplado. Felizmente, todo había sido un mal sueño.
Comentarios
Publicar un comentario